Hace unas semanas, el 29 de octubre, tuvo lugar en Roma la firma del Tratado de la Constitución Europea. Es posible que las polémicas elecciones en Estados Unidos o la muerte de Yaser Arafat, con la angustiosa problemática política que la acompaña, nos haya llevado a desviar la atención a otros asuntos de importancia que están sucediendo en el mundo. Pero quizá no esté de más volver de nuevo nuestra mirada a la vieja Europa.

 

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Los españoles habíamos acunado la ilusión de que esa histórica firma tuviera lugar en nuestro país, como homenaje a las víctimas de la terrible barbarie, que nunca debió suceder, del 11-M. Pero dejando aparte esas legítimas “razones del corazón”, hay que reconocer que el lugar escogido es emblemático y acertado “y tiene un claro valor simbólico”, afirmaba Juan Pablo II. En Roma, en 1957 nació la Comunidad Europea “y decir Roma supone la irradiación de valores jurídicos y espirituales universales”.

Los bien llamados “padres de la Constitución” firmaron esa primera Constitución con el deseo de unir a los pueblos de Europa bajo los auspicios del cristianismo, a través de la Virgen María: las 12 estrellas de la bandera europea son las que rodean la visión apocalíptica de la Madre de Dios. Los padres de la Constitución –Adenauer, De Gasperi, Schumman y Monnet– eran católicos (además, los procesos de beatificación de De Gasperi y de Schumman están en marcha) y sabían bien que una de las principales raíces de nuestra cultura son las ricas y profundas ideas del cristianismo y la impronta que han dejado en el pensamiento occidental.

“El canciller Adenauer fue especialmente lúcido. Ante una Alemania devastada y mutilada, se preguntaba en sus Memorias cómo había llegado a esa situación y hallaba la causa en un pueblo sin conciencia de su responsabilidad, acrítico. Para su reconstrucción “era necesario educar a los jóvenes de nuestra futura Alemania para que fueran personas responsables políticamente, no se dejaran controlar ni guiar inconscientemente y tuvieran la voluntad y la habilidad de ordenarse responsablemente como hombres libres”. Según el canciller, esa educación debía basarse “sobre un espíritu cristiano y democrático y tenía que abrir a esta juventud la puerta, hasta ahora cerrada, de las convicciones y posturas humanas generalmente válidas”. Estas ideas, motor de la reconstrucción alemana, también le inspiraron a la hora de hacer la Comunidad Europea, y es que cuando Europa está en una encrucijada surgen estadistas –Schumman, Adenauer– que miran a lo que es, a sus raíces”, según ha señalado recientemente José Luis Reguero, magistrado del Consejo General del Poder Judicial.

Como historiadora y también como católica tengo que defender los pilares fundamentales que nos sostienen culturalmente: la cultura clásica grecolatina, el derecho romano y el cristianismo, raíces a las que no podemos y no debemos renunciar. Es cierto que la Ilustración ha dejado también su influencia en nuestra cultura, pero cuando nacía este movimiento, que no tiene un cuerpo unitario de doctrina, los pueblos europeos y su pensamiento llevaba muchos siglos de andadura. Por justicia, se debe reconocer la aportación de las ideas ilustradas al pensamiento moderno, pero también es conocido que sembraron odio y destrucción; pues los ilustrados, al no querer recono

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