La familia, patrimonio de la humanidad

Es preciso redescubrir la verdad, la bondad y la belleza de la institución matrimonial que, al ser obra de Dios mismo a través de la naturaleza humana y de la libertad del consentimiento de los cónyuges, permanece como realidad personal indisoluble, como vínculo de justicia y amor, unido desde siempre al designio de la salvación y elevado en la plenitud de los tiempos a la dignidad de sacramento cristiano. Esta es la realidad que la Iglesia y el mundo deben favorecer. Este es el verdadero favor del matrimonio.”

Estas palabras de Juan Pablo II pertenecen a su discurso del año actual a la Rota Romana. El parlamento del Papa está dedicado principalmente al favor iuris de que goza el matrimonio, de manera que en la duda se ha de estar por la validez del mismo, a menos que se demuestre lo contrario.

Pero el Pontífice –prácticamente al final de su discurso, del que son las palabras iniciales de este artículo– va mucho más allá de la mera consideración jurídica, a la vez que le aporta una enérgica y profunda apoyatura. Para estar a favor del matrimonio es necesario descubrir su verdad, su bondad y su belleza. El Papa invita a buscar la raíz de la institución matrimonial para darle todo el valor que tiene y salvarla de frivolidades, consideraciones parciales o superficiales.

Tan claro tiene Juan Pablo II el valor de la familia nacida del matrimonio, que ha repetido en múltiples ocasiones palabras como éstas: “¡El futuro de la humanidad se construye en la familia! Por consiguiente es indispensable y urgente que todo hombre de buena voluntad se esfuerce por salvar y promover los valores y exigencias de la familia”. Desde luego no se cumple ese fin cuando, como ha afirmado la Conferencia episcopal española, se ponen en marcha iniciativas legales con las que sucede lo mismo que cuando se fabrica moneda falsa: se devalúa la moneda verdadera y se pone en peligro todo el sistema económico. Pretender equiparar al matrimonio otras realidades completamente ajenas a esta institución milenaria –desde que el mundo es mundo– es introducir un peligroso factor de disolución de la institución matrimonial y, con ella, del justo orden social. Triste privilegio este de ser un adelantado en la disgregación de la más antigua y entrañable organización de la humanidad.

Esta pretensión no pasaría por cabeza alguna si tratamos de redescubrir la verdad, la bondad y la belleza de la institución matrimonial. Las realidades que contienen esas características suelen ser declaradas patrimonio de la humanidad, con el fin de que se custodien, no se deterioren, ni varíen su esencia. ¿No merece la familia milenaria ser patrimonio de la humanidad para que preservemos su intrínseca naturaleza?

Decía Lacordaire que “la sociedad no es más que el desarrollo de la familia; si el hombre sale corrompido de la familia, corrompido entrará en la sociedad”. Es cierto que el hombre es libre y puede degenerarse dentro de una familia llena de valores, pero no es menos cierto que sería más difícil. Una familia que lucha por la fidelidad, que se esfuerza porque haya comprensión, cariño y perdón entre sus miembros, que sabe poner en marcha la generosidad, libertad y responsabilidad de todos; que evita el consumismo y aprende a valorar lo que tiene sin buscarlo desmedidamente; una familia así es un tesoro social.

Bastaría pensar en otras palabras de Ortega y Gasset: “El hijo no es del padre ni es de la madre; es unión de ambos personificada y es afán de perfección modelada en carne y alma”. Así cada hijo es un don de Dios que excede con mucho cualquier tarea de índole natural que se pueda realizar. Pienso que sólo aquello que es plenamente sagrado puede superarlo. Participar en el poder creador de Dio

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