La familia fundada en el matrimonio es una realidad natural anterior al Estado. La familia no es un producto legislativo o cultural, ni tan siquiera es una creación religiosa. Es una institución natural. Con la familia ocurre algo semejante a la dignidad humana: es una realidad natural, anterior a toda ley y que no procede del Estado. Reconocer la dignidad humana es un logro de civilización y de cultura.
La razón humana, común a todas las culturas, ha descubierto también que el matrimonio, en esencia, es la particular comunión entre un hombre y una mujer, abiertos a los hijos, y de este modo a la familia. Las sociedades o culturas que aceptaron la poligamia la han ido abandonando de forma mayoritaria.
La familia fundada en el matrimonio es un logro de civilización y de cultura como lo es, por ejemplo, en otro orden de cosas, la Declaración Universal de Derechos Humanos. Los Derechos Humanos no son una creación del Estado, son anteriores a él. Los Estados deben reconocerlos, respetarlos, protegerlos y fomentarlos. Lo mismo ocurre con la familia fundada en el matrimonio. El legislador no es el creador del matrimonio, como no es el creador de la sociedad, ni de las personas. El Estado debe reconocer, respetar, proteger y fomentar la institución matrimonial y carece de soberanía y de competencia para determinar el núcleo mismo del matrimonio.
Otro comportamiento supondría una lesión al bien común de la sociedad.
Es evidente que existen otros modos de convivencia. Pero no todos los modos de convivencia son matrimonio ni se pueden equiparar a él. La pareja inestable no es matrimonio. La confusión en este campo es destructiva de la sociedad. En realidad, con las reformas en curso lo que se pretende es destruir el matrimonio para reducirlo a la pareja inestable.
Este conjunto de obviedades desgraciadamente no parecen estar en la mente de un número nada pequeño de intelectuales y políticos de nuestros días. Teorizan sobre la familia y sus cambios como si fuera un elemento anecdótico de la vida social que se puede cambiar a su antojo. Y cuando sus especulaciones intelectuales se traducen en el campo político en forma de leyes o disposiciones administrativas, nos encontramos con una dramática realidad: el Estado debilita la familia, la desprecia y la somete a malos tratos. En definitiva, el Estado actúa en contra de lo que hace posible su ser y su misión.
Los pueblos que creen en sí mismos transmiten de padres a hijos el compromiso y la alegría de fundar familias asegurándose el futuro.
La confusión en este campo es el eco lógico de la frivolidad o la clara animadversión con las que se plantean los temas políticos en torno a la familia. En lugar de afrontar seriamente los problemas de las personas homosexuales, se altera sustancialmente el concepto de matrimonio; en vez de resolver la problemática en las familias se diseñan mecanismos de rápida disolución matrimonial sin contemplar ni la prevención ni las medidas de recomposición familiar no traumáticas; no se afronta seriamente el problema de la violencia juvenil y la educación cívica y no se favorecen medidas que ayuden a los padres y maestros en la labor educativa; a las familias católicas se les dificulta con chulería que la educación en la escuela esté en sintonía con sus principios, regateándoles incluso la dignidad de la clase de religión. Es imposible no ver en la suma de estas medidas un continuo ataque contra la familia y contra la sociedad.
La Iglesia no puede mirar impasible este modo irresponsable de gobernar. Al contrario, alienta con plena determinación que los matrimonios y las familias ocupen el espacio social y político que les corresponde. La mejor política apuesta por la familia, porque las leyes que atacan a la familia promueven la muerte silenciosa de los pueblos. Y sin pueb