EN alguna ocasión mi admirado Manuel Martín Ferrand ha mostrado en sus artículos su estupor ante las reacciones virulentas que desatan los pronunciamientos de la Conferencia Episcopal. En una sociedad democrática donde se reconoce la libertad de expresión parece natural, en efecto, que los obispos alcen su voz para ofrecer respuestas, o siquiera orientación, en asuntos que de algún modo atañen a la moral o a la fe de millones de católicos españoles. Por eso me ha sorprendido que juzgue impertinente la declaración reciente de la Conferencia Episcopal sobre la nueva asignatura obligatoria llamada «Educación para la Ciudadanía».Se pregunta Martín Ferrand si debe considerarse perverso «educar cívicamente a los niños y jóvenes». La respuesta se la brinda la propia declaración de los obispos, en donde leemos que una asignatura que «no hubiera invadido el campo de la formación de la conciencia y se hubiera atenido, por ejemplo, a la explicación del ordenamiento constitucional y de las declaraciones universales de los derechos humanos, hubiera sido aceptable e incluso, tal vez, deseable».
Los obispos no se oponen a la transmisión de una deseable educación cívica, sino a que el Estado se arrogue el papel de educar la conciencia de esos niños y jóvenes, suplantando el derecho originario e inalienable de los padres a la formación moral de sus hijos. Que la asignatura llamada «Educación para la Ciudadanía» aspira a algo más que a una elemental transmisión de normas de convivencia cívica lo demuestra José Antonio Marina, autor de un manual de dicha asignatura que la ministra de Educación bendijo en sede parlamentaria, cuando afirma: «En algunos críticos de la Educación para la Ciudadanía me parece detectar un peligroso escepticismo acerca de la posibilidad de enseñar una ética universal. Es una creencia muy extendida, basada en el monopolio moral que han ejercido siempre las religiones, y que a estas alturas no se puede aceptar». Los obispos españoles, sin embargo, no aspiran a imponer ningún «monopolio moral»: se limitan a reclamar «el ejercicio del derecho a la educación por aquellos sujetos a quienes les corresponde tal función»; y piden que no se imponga «una formación moral no elegida por el alumno o por sus padres: ni una supuestamente mayoritaria, ni la católica, ni ninguna otra». Exigen, en fin, el cumplimiento estricto del artículo 27 de la Constitución, según un criterio de obligada neutralidad ideológica.
Es la asignatura llamada «Educación para la Ciudadanía» la que pretende instaurar ese monopolio moral. A nadie se le escapa que enseñar -como propone Marina- una «ética universal» en una sociedad como la nuestra ha devenido una tarea imposible. Nuestra Constitución, por ejemplo, consagra el «derecho a la vida» como principio rector del ordenamiento jurídico; sin embargo, sucesivos gobiernos han propiciado una aplicación laxa de la legislación penal sobre el aborto, y más recientemente han permitido la experimentación con embriones. Para muchos españoles tales actuaciones legislativas son éticamente reprobables y contrarias al «derecho a la vida»; para otros muchos son admisibles, por considerar que la vida del nasciturus no merece protección legal (lo cual constituye un contrasentido jurídico, pues no parece de recibo que nuestro Código Civil reconozca derechos patrimoniales a quien no se le reconoce el derecho más elemental a la vida). ¿Cómo se puede explicar el derecho a la vida que consagra nuestro ordenamiento desde una perspectiva ética universal? O bien se recurrirá a las generalidades huecas, reprimiendo la natural curiosidad de los alumnos, o bien se formará su conciencia desde presupuestos que en modo alguno pueden considerarse una «ética universal», sino adoctrinamiento ideológico. Cuando los obispos exhortan a los católicos a «recurrir a todos los medios legítimos» contra la asignatura llamada Educación para la Ciudadanía no hacen sino defender la libertad de conciencia. Cumplen con su obligación; y la nuestra exige que no nos dejemos engañar ingenuamente: el adoctrinamiento ideológico no es educación cívica.

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